La mayor parte de las investigaciones aparecidas hasta la fecha al respecto de este tema señalan que los seres humanos nacemos con una acción innata a los estímulos humanos, a través de las preferencias visuales en la exploración del entorno, la preferencia por la voz humana y la correspondencia al interés que manifiestan los adultos hacia él. Estas respuestas innatas son el pilar base sobre el que se construye el desarrollo afectivo.
Así mismo, el bebé presenta una serie de necesidades básicas (protección contra los peligros, cuidados básicos, afecto, juego…) que han de ser satisfechas necesariamente por otro, lo que significa el comienzo del establecimiento de vínculos afectivos con las personas que configuran el entorno social en cada momento.
Partiendo de esta premisa, podemos estructurar el desarrollo afectivo en los dos grandes ciclos de la etapa infantil:
El desarrollo afectivo de los 0 a los 3 años parte del vínculo afectivo del apego. En los primeros años, el desarrollo socioafectivo depende directamente de las personas con las que convive el niño y con las que se establece un vínculo de preferencia desde la satisfacción de sus necesidades. El vínculo de apego se manifiesta por deseo de proximidad física, frecuentes contactos corporales, búsqueda de apoyo cuando siente dolor o tristeza, utilización para la exploración del medio… Así, se configura como un vínculo diádico en el que se exige reciprocidad, siendo permanente a través de diferentes situaciones y El apego constituye la base sobre la que se construyen las relaciones sociales, tanto con adultos, como con iguales, siendo, además, clave para la construcción de los sentimientos de seguridad y confianza en sí mismo. Las fases por las que atraviesa el apego son:
- 2 primeros meses: tendencia preferente a interactuar con estímulos humanos, independientemente de quienes sean las personas.
- 2 – 6 meses: interacción privilegiada con las figuras de apego, pero sin rechazo de otros.
- 6 – 12 meses: se produce un rechazo a los extraños. Hay un fuerte impulso por la exploración y tendencia a mantener únicamente relaciones con las figuras de apego.
- En el segundo año de vida, se consolida el apego y se fortalecen los aspectos mentales, paralelo al incremento de la comunicación y el entendimiento con la figuras de apego, adquiriendo los roles de madre – padre – hijo… A partir de este periodo interactúan entre sí cuatro grades sistemas que mediatizan las relaciones del niño con el entorno, como la exploración, el apego, la afiliación (tendencia a interesarse y establecer relaciones con otras personas) y miedo a los extraños (cautela, recelo, miedo o rechazo). Por ello, las figuras de apego son la base de seguridad desde la que se explora el entorno físico y social.
- Desde el segundo al tercer año de vida, el vínculo de apego se consolida, enriqueciéndose sus componentes representacionales por el desarrollo de las capacidades intelectuales y las capacidades comunicativo-lingüísticas, lo que hace que la relación sea menos asimétrica y más cargada de significados sociales. Esto hace menos necesaria la presencia de las figuras de apego, por lo que el niño amplia su ambiente físico y social. Será en este periodo en el que los niños son conscientes de que los padres comparten ciertas formas de intimidad, lo que provoca deseos de participar en ella, resistencia a abandonarlos en ciertos momentos, preferencia por uno de los progenitores o, si nace un hermano, los celos fraternales por la reestructuración del sistema familiar, que puede acarrear un aumento de las existencias, cambios en la consideración del niño… que puede recaer en la aparición de conductas regresivas.
Entre los 3 y 6 años, el desarrollo afectivo se caracteriza porque, progresivamente, el niño amplia su vinculación afectiva hacia la interacción con sus iguales, sus compañeros, posibilitando el aumento de las experiencias e interacciones en diferentes entornos sociales, sobre todo el escolar. Estas experiencias les harán interiorizar una imagen y un concepto de sí mismo y, al mismo tiempo, adquirirán una valoración del propio concepto que transmiten las personas importantes a lo largo de su relación diaria.
Desde este enfoque, el desarrollo afectivo se realiza desde el conocimiento de sí mismo, concepto general que hace referencia a los conocimientos, ideas, creencias y actitudes que tenemos acerca de nosotros mismos, el cual, se configura desde:
- La identidad sexual, que se inicia, de manera débil, hacia el segundo año de vida, y se manifiesta en la preferencia por “objetos” propios de su género y en la relación con iguales de su mismo género. En función de estas experiencias se va adquiriendo las pautas de conducta sociales asociadas al género en el que se identifica y la identificación con las figuras parentales.
- El autoconcepto o tendencia a describirse a sí mismo en base a una serie de atributos. Los niños de estas edades tienen a describirse en términos globales, a través de un concepto general y no específico -bueno, malo-. Conforme van creciendo lo harán en función de las actividades que realizan, de sus logros o habilidades, de su apariencia física o de algún otro rasgo distintivo de carácter general. Es por ello aún muy arbitrario, fundamentado en hechos concretos y la valoración que los adultos expresan de ellos. Por tanto, para favorecer un autoconcepto positivo y evitar roles es vital sancionar la conducta, nunca la persona y ofrecer otras conductas que sí que realizan de forma adaptativa.
- La autoestima se refiere al valor o importancia que los niños atribuyen a sus autodescripciones, es decir, la valoración del concepto que tiene de sí mismo. Esta valoración implica una orientación afectiva que puede evaluarse como positiva o negativa. Su evolución se caracteriza por el afecto explícito de los padres (los hijos de padres cariñosos que demuestran afecto y aceptación suelen manifestar una autoestima positiva), la firmeza de las normas (objetivadas, razonadas y estables), los métodos disciplinares (mejor los nos coercitivos) y la comunicación.
A través de estos vínculos afectivos debemos ayudar al niño a conseguir seguridad y confianza en sí mismo, a sentirse comprendidos y atendidos en sus necesidades y, por medio de la experiencia, estimular paulatinamente una mayor autonomía ante sus iniciativas y demandas. El niño parte de una situación de dependencia total respecto del adulto y, poco a poco, irá consiguiendo su propia autonomía, tanto física como psíquica.
En relación al medio familiar, las prácticas educativas de la familia son cruciales para estimular en el niño el deseo de conseguir cada vez una mayor autonomía. Los padres deben estimular al niño a que sea progresivamente más autónomo a través de la diversificación de los contextos de acción e interacción, la planificación de la adquisición de hábitos, la asunción de responsabilidades en el hogar, el respeto de sus espacios y tiempos, la instauración de normas y pautas de actuación estables, de forma que pueda predecir su entorno y adecuarse a él, así como, del ofrecimiento de estrategias para manejar sus emociones.
- En Albizia, son varios los Programas que realizamos para fomentar un adecuado desarrollo socioemocional de los peques, con tratamiento personalizado en casos más concretos, como puede ser el acoso escolar o situaciones de violencia género, situaciones especialmente complejas para los menores.